Hace casi dos años llegué a vivir a Buenos Aires. Supuestamente iba a quedarme sólo uno, pero así son los viajes y la vida a veces timonea para salvar obstáculos.
Empieza, entonces, mi segundo verano en esta ciudad con río y sin él. Se acerca asimismo mi segundo cumpleaños e inevitablemente me pongo reflexiva: ¿he cambiado?, ¿qué ha cambiado?
Al escucharme conversar y hacerme consciente de algunos comportamientos pienso que sí he cambiado. La timidez que antes me paralizaba a la hora de hacer una llamada, pedir algo o saludar, se hace cada vez más dócil y me permite jugar con ella; el silencio obstinado que me invadía ante alguien desconocido es más fácil de romper desde que descubrí que todos decimos tonterías, que las conversaciones están llenas de trivialidades y para la mayoría eso no es un problema (paternal excepción...).
De pronto he empezado a existir, a asumir mi ser presente en el mundo, después de veinte años de querer ser invisible, de caminar tan silenciosamente como fuera posible, de no molestar, de no pedir ayuda, de no hablar y observar y escucharlo todo desde una honda soledad. "Es que esa niña no se siente", oí decir mil veces con la mayor aprobación. Mi presencia ausente era maravillosa para el mundo adulto y yo dominaba la técnica a la perfección. Sólo surgía un problema cuando me cruzaba con alguien que se fijaba en mí y esperaba una acción propia de un ser humano práctico y real, a lo que yo solo podía responder con una mirada angustiada de timidez que suplicaba silenciosamente: "¿No podemos hacer como si no existiera? Es más fácil."
Y un día heme aquí, en una ciudad donde hay que decir algo cada vez que uno se sube un colectivo, donde hablan fuerte -como tanos-, donde el trato es imperativo y directo. Heme además sola, sin faldas para esconderme detrás y sin voces que pidieran por mí. Entonces me di cuenta de que existía y supe que cada acción mía tendría en adelante una reacción, una consecuencia en los otros y en el mundo. La obviedad humana más grande, que se me había escapado durante veintiún años, me daba al fin un sacudón violento.
Entonces me enfrenté a una gran pregunta: ¿qué hacer con tanto yo cuando estoy bien acostumbrada a no existir? El asunto tiene algo de escultórico: descubrir las posibilidades plásticas de un material que siempre estuvo ahí pero que a uno no se le había ocurrido que pudiera moldear realmente. Comencé a probar, a aprobar y a desaprobar. Tal proceso está lejos de terminar pero ha dado algunos frutos dulces, ácidos y dolorosos. Ahora sé, por ejemplo, que puedo hacer reír y que me encanta; que odio con el alma hacer maquetas y en cambio prefiero sembrar y cuidar plantas; que aún sonrío como papa dice que sonreía a los cuatro años y sólo dejé de hacerlo por eso que llaman adolescencia; que con la música tengo una relación bipolar, escucharla en vivo me hace llorar y tocarla me llena y me vacía al mismo tiempo; que amo escribir pero le falta algo; que cuando grande quiero ser bailarina; que se puede vivir y recorrer el mundo siendo un payaso o haciendo malabares, y que la sorpresa y la risa son armas para ganar la simpatía hasta en los contextos más violentos... Estas dos últimas, grandes y emocionantes revelaciones.
DILIGE ET QUOD VIS FAC.
(Gracias, pa, por el diccionario de expresiones y frases latinas).
1 comentario:
si pienso en ti... creo que invisíble sería de las últimas palabras que te aplicaría.
te quiero.
Publicar un comentario